miércoles, 27 de marzo de 2013

Historias de la kryptonita - Vol. I

Tengo 42 años. Nací un 4 de mayo, era martes  y, aunque suene raro, no llovía. Mi madre tardó exactamente 8 horas y 23 minutos en darme a luz. Desde entonces he vivido una vida completa en la soltería. Aunque eso no es del todo cierto, ya que tuve una novia a los 15 años. No duró mucho, el día de mi 16 cumpleaños me dejó de una de las maneras más sórdidas que  he podido llegar a comprender, aunque aún no estoy muy seguro de esto último; llamó a mi casa y le dejó un mensaje a mi madre. El azar dictaminó que fuera ella quien cogiera el teléfono, podría haberlo cogido yo y todo hubiera sido más normal que una nota en un papel con un “hemos terminado” escrito con la elegante letra de mi madre.
Pero lo más interesante de mi vida no fue aquello, evidentemente. Tampoco terminar mi carrera universitaria, ni la mujer con la que mantuve relaciones sexuales durante toda una noche sin saber si quiera su nombre. Lo más emocionante de mi vida, si se puede decir así, me pasó hace dos semanas; había empezado un periodo de vacaciones reglamentario y obligatorio impuesto por la empresa en la que trabajo. Hasta aquel entonces, mis vacaciones no era más que una excusa para trabajar de manera ilícita en otro lugar, pero éstas me pillaron de manera inesperada me encontré despierto un lunes a las siete de la mañana sin nada que hacer. En ese momento me di cuenta de varias cosas que hago sin pensar, me observé durante mucho tiempo  y, por desgracia, eso ha cambiado mi vida.

Cada mañana hago exactamente lo mismo, despertador a las siete de la mañana, lo paro al segundo timbre, incorporarme, zapatilla izquierda, zapatilla derecha, manos a las rodillas, ponerme de pie… Todo en ese orden sin variar ni uno de esos movimientos coreografiados como en  un gran ballet ruso. Resulta complicado entender, incluso para mí, como me he dado cuenta de todos estos detalles, pues en 42 largos años no me había percatado de ninguno. Era un autómata programado con una serie de movimientos predeterminados y los realizaba como quien respira, parpadea o se rasca la nariz. Casi imperceptibles a mi sentido consciente, a mí mismo. Si hace dos semanas me preguntan qué hago al despertarme, no sabría qué responder exactamente, supongo que diría “pues lo normal”, y es que es lo normal, supongo, pero es una normalidad aterradora que me quita el sueño y ocupa toda mi cabeza.
Me he dado cuenta de que le hecho exactamente 2 cucharadas de azúcar al café, pero en la segunda, le quito un poco por encima, una falsa ilusión hacia mi cerebro de que no me echo tanto azúcar. Luego, remuevo  7 veces para el lazo izquierdo, con el asa de la taza hacia mi lado derecho, es extraño. El otro día intenté remover el café solo 6 veces, saqué la cuchara de la taza y, bueno, me levanté de la mesa y tuve que tirar todo el café por el fregadero. Sentía la necesidad de hacerme otro, echarle dos cucharadas de azúcar (la última menos colmada) y poder removerlo 7 veces.

Así es mi vida, toda predeterminada, toda regida por un guion inalterable, con mi cerebro como escritor, director y verdugo. Su misión está clara, hacer de mi vida algo sencillo y, sobre todo, paliar esta enfermedad que nunca terminara conmigo del todo.

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