lunes, 18 de noviembre de 2013

Metamor

Y ahí estaba yo, cayendo desde lo más alto del mundo, quizá más alto; caía de espaldas, mirando lo que dejaba atrás, casi a cámara lenta. Empezaba el estribillo y comenzaban a llegar imágenes de mi vida, una tras otra; intentaba cogerme a alguna, pero mis dedos la atravesaban como si estuvieran hechas de agua. Quería que me crecieran alas, era mi mayor deseo, hubiera dado todo lo que tengo porque me salieran alas, unas alas que me permitieran planear hasta lugar seguro y evitar el inminente desastre. Me daba vergüenza mirar aquellas imágenes, que no paraban de suceder, como frescos pintados en el aire; apartaba la vista de todos y cada uno de ellos, concentrándome en desear con más ímpetu aquellas malditas alas, pero era una tontería, nada iba a evitar que me estrellara contra el suelo.



¿Por qué? ¿Por qué había aceptado tan rápido que era el final? ¿Acaso deseaba un final? Aquella caída infinita me estaba matando, el jodido creador de aquella pantomima se estaba mofando de mi. Hacía tiempo que había dejado de sentir que caída, ahora flotaba en un éter y a mi alrededor se creaban imágenes de mi vida que atormentaban aquella paz. Incluso pensaba en el hambre que tenía y en cuanto la echaba de menos. Es ridículo, unos pensamientos tan separados no pueden compartir un plano neuronal de esa manera. Son solutos que no se disuelven en el mismo medio. No pueden existir a la vez en la mente; pero estaban rompiendo las reglas en la mía ¿tenía hambre de ella? ¿Es posible ponerse cachondo en una situación como esta? Tampoco había nadie allí para responderme. No es extraño imaginar a un hombre que cae eternamente masturbarse en la comodidad de su éter. De todos modos ya había dejado otros fluidos caer conmigo, vómitos, heces... ¿estaba haciendo, de algún modo macabro, de aquel lugar, de aquel éter, de aquella caída, mi hogar? 

No sé si fui consciente de que había llegado al final del camino antes o después de morir. Sé que el suelo me vio antes a mi, que yo a él. Me plegué como un acordeón cuando llegué al final, supongo que todos podéis imaginároslo. Manché aquel suelo blanco con todo lo que yo era, cada mililitro de mí acabó por todas partes. Sé exactamente qué fue lo último que pensé, un pensamiento tonto rondó mi cabecita y me hizo reír. Era un desgraciado cayendo al vacío en la soledad de un continuo y blanco éter, un mundo sin reflejos ni sonidos, un mundo de películas acuosas dónde yo era el protagonista, condenado a revivir una y otra vez mis fracasos; y aún así me hizo gracia pensar en el miserable cabrón que tuviera que limpiarme de todas partes.

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